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Domingo 23/2/14 Fray Eduardo J. Rosaz, OP I
Durante estos domingos, se nos da el don de estar en el monte con Jesús, ya que “viendo la muchedumbre, se sentó y sus discípulos se le acercaron” (Mt 5, 1). La Liturgia nos permite unirnos a todos los que se aproximan al Maestro para escucharlo e ir tras él. Cumplimos así la profecía de Isaías cuando proclama que los pueblos acudirán a Él vociferando: “Venid, subamos al monte del Señor… para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos” (Is 2, 3).
Cristo, efectivamente, es el nuevo y definitivo Moisés. El liberador de los hebreos, luego de subir al monte, puede bajar y entregar lo que ha escuchado: “Éstos son los mandamientos, preceptos y normas que el Señor vuestro Dios ha mandado enseñaros” (Dt 6, 1). Por esta razón, nos manda: “Seguid en todo el camino que el Señor, vuestro Dios, os ha trazado. Así viviréis, seréis felices y prolongaréis vuestros días en la tierra de la que vais a tomar posesión” (Dt 5, 33).
Ahora bien, Jesús no habla meramente sobre lo que ha escuchado. Es cierto que dijo que nos dio a conocer todo lo que escuchó del Padre (cf. Jn 15, 5), pero esto se refiere más bien a su diálogo eterno, en el que todo lo que es el Padre se comunica al Hijo. Él no conoce sólo la “espalda” de Dios, como Moisés (cf. Ex 33, 23), sino que está siempre ante el rostro del Padre (cf. Jn 1, 1) y, por esta razón, no habla sólo de lo que ha oído, sino que nos manifiesta la verdadera intimidad de Dios.
De esta manera, así como “os fue dicho” en otra época, ahora “yo os digo” (cf. Mt 5, 21.27.31.33.38.43). Moisés no tenía autoridad para hablar él por su propia iniciativa. Sólo nos transmitió lo que escuchó y lo que se le mandó que enseñara. Pero Jesús sí que puede afirmar: “Soy yo el que se los dice”. Esto hoy no nos sorprende, ¡hay tantas voces fatuas que nos dicen lo que tenemos que hacer! La presunción de una cultura que instaura en el centro de todo criterio al hombre trae como consecuencia el que cualquiera pueda usar suyo como norma para señalar lo que hay que hacer. Esto no deja de ser una impiedad y una afrenta a Dios, porque es la expresión de la tentación del demonio a nuestros primeros padres.
Necesitamos volver nuestra mirada al monte, en donde hay uno que enseña “como quien tiene autoridad” (Mc 1, 22). Allí todo está naciendo otra vez, allí todo es nuevo. En el centro no está la orgullosa criatura, temerosa de que se descubra la desnudez de su pecado y de su vergüenza, sino el Hombre-Dios, que cubre al hombre de gloria y dignidad. Nos encontramos así con dos afirmaciones de Jesús. La primera es la de vencer la lógica de la “Ley del talión”, que exigía una venganza precisa por las afrentas recibidas. La segunda es la del amor universal que se extiende incluso a los enemigos.
No disminuyamos la fuerza con la que estos mandatos nos son presentados. ¿Me dirás, tal vez, que el Señor no ofreció su otra mejilla cuando lo ultrajaron (cf. Jn 18, 22-23)?Pues bien, Cristo es el primer criterio, y el más importante, para interpretar sus propias palabras. Así podemos entender que el “poner la otra mejilla” no significa que Nuestro Señor fuera un militante del pacifismo a ultranza o un luchador por la “no-violencia”.
Ahora bien, nuevamente lo digo, no pensemos que esto le resta vigor a su exigencia. Nosotros, atravesados por tanto egoísmo y susceptibilidad, ¿no hacemos surgir la venganza de nuestras pasiones y sentimientos desordenados? ¿No nos ofenden más las injurias que nos dirigen a nosotros, que las que tienen a Dios por destinatario? Miremos el ejemplo de Cristo, “que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia” (1 Pe 2, 23). Nuestra vida tiene que ir configurándose poco a poco, conducidos por la Gracia de Dios, en ese ponernos en manos del justo Juez.
Detengámonos un momento más en el otro mandato que Jesús nos da en el monte: “Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen” (Mt 5, 44). Es claro que este amor no se opone en nada al “amarás a tu prójimo” (Mt 5, 43) ni, mucho menos, a la Ley principal: “amarás al Señor, tu Dios” (Mt 22, 37). Por el contrario, lo fundamental en esta formulación es que nos impulsa a amar como ama el mismo Dios y poder ser, de esta manera, “hijos de nuestro Padre celestial” (cf. Mt 5, 45), “perfectos como es perfecto nuestro Padre celestial” (cf. Mt 5, 48). Es decir, el amor a los enemigos y la oración por los perseguidores constituye como una marca distintiva que identifica el amor de los hijos, que no está basado en una simpatía momentánea o interesada, sino en su misma condición de nacidos de Dios (cf. Jn 1, 13).
Para comprender un poco mejor lo que hemos dicho debemos fijar nuestra atención en los dos aspectos de lo que nos die el Señor: el amor y los enemigos. Porque, ¿quiénes son nuestros enemigos? Una primera aproximación nos hace pensar en los que nos resultan antipáticos o en los que nos han hecho daño injustamente. Son nuestros “perseguidores”. Ante ellos no nos brota ese amor espontáneo, tan voluble y susceptible, pero que no nos merece recompensa por no hacer nada especial.
Sin embargo, hay una enemistad mayor y más profunda. El primer pecado de nuestros padres, el que ha marcado la historia del hombre caído, ha provocado una enemistad general que hace que, en sentido propio, no podamos ser más amigos. Si bien el filósofo inglés no estaba en lo correcto al calificar al hombre de “lobo para el hombre”, es necesario reconocer que hay una llaga que lastima toda relación entre nosotros. ¡Cuántas veces nuestros seres más queridos pueden convertirse en enemigos para nuestro amor propio herido!
Por eso, el amor a los enemigos alcanza una verdadera universalidad. Ahora bien, recordemos la llamativa insistencia de Jesús, que relaciona ese amor con la semejanza con Dios: ser hijos, ser perfectos, imitar al que hace salir el sol sobre malos y buenos. El Cristo no está introduciendo preceptos más pesados, sino que muestra cómo se comporta el que ha sido transformado en lo más íntimo de su ser y de su corazón. Si Dios nos ha amado hasta el punto de que “Cristo siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 8), sus hijos ¿no deberán imitarlo, amando y dando su vida por los enemigos?
¡Esto no constituye una nueva exigencia, sino el fruto de saberse amados! El apóstol Juan nos lo hace ver, al contemplar el amor de Dios, que no consiste en “que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Porque, “si Dios nos ha amado de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4 11).
Señor Jesús, nuestro corazón de piedra impide que podamos vivir como hijos. ¡Ensancha nuestros corazones, para que sigamos tus mandamientos de bienaventuranza! ¡Infúndenos un corazón de carne, que se consuma en deseos de latir al unísono con el tuyo! Danos, Señor, el corazón de María. Amén.